AUSENTES DE
DIOS
Me duele vuestra sangre
tan huérfana
de anhelo par seguir volando
tras el breve
paréntesis del tiempo.
Me duele
vuestra sangre
tan poblada de espigas que se yerguen
vacías de
misterio.
Me duele
vuestra sangre
subordinada,
a gusto, a los sentidos,
eliminando
metas de eternidad con alas.
Me duele
vuestra sangre.
Me doléis
todos mucho porque sois
mis hermanos
enfermos
en lo más
frágil de mi ser: el alma.
Porque
vosotros sois los pájaros heridos
de todas las
preguntas.
Porque estáis
solos en la huida
de vuestra
propia soledad, tan honda.
Porque no
tenéis Padre que os tome de la mano
en la
pendiente agreste del minuto que muere.
Porque no
tenéis hijos para siempre,
ni esposas
para siempre…
Porque quizá
jamás habéis tenido
padres,
esposa, hijos…
Porque quizá
jamás habéis devuelto
unos minutos
limpios al amor.
II
Clausuráis
vuestra puerta
y, en
silencio de tétrico aposento,
apagáis los
gritos de Dios rogándoos poder nacer.
Porque Dios
nace cada instante, sin previo aviso,
en el latido
sonoro del pájaro,
en el beso de
la flor a las pupilas limpias,
en el manso
galope de montañas,
en las
pupilas nuevas que se abren a la luz
y quizá
lloran…;
pero la
navidad cósmica no llega a la plenitud
si vosotros
cerráis a Dios
vuestro
sendero de hormiga rebelde,
si no
derribáis la torre monosilábica del “no”:
vuestra única
posesión huérfana,
sobre la
mentira del orgullo.
Me da pena
vuestra
clausura subrayada,
vuestro frío
sin nieve,
ese cerrar
los ojos a vuestra sangre
para no
descubrir su brioso corcel rojo
galopándoos.
¿Qué estatua de bronce
asesina a vuestros pájaros eternos?
¿Qué sed de qué
os hace avaros de la nada erguida?
Hermanos:
me duele vuestra sangre jadeante,
en oscuro y difícil equilibrio,
cuando lloráis a solas la fría navidad
de vuestro niño muerto.
III
Y son ellos,
Señor,
mis hermanos
llagados de existencia.
Los veo
desenterrar su soledad
en cualquier
tarde de cualquier hastío
-estoy solo
con mis hermanos-.
No saben que
las tapias altas de su egoísmo
ahogan con su
sombra las semillas
de su jardín
posible
-digo si a su
jardín clamando-.
Pisotean las
alas que les nacen
a cada nuevo
toque de latido
y reptan,
inundados de polvo
sus ojos
-digo si a
mis manos palpando a oscuras en su busca-.
Y, para
culpar mejor tu ausencia encadenada,
se proclaman
mártires de heroísmo “Esperando a Godot”.
Mis hermanos,
Señor, son mis hermanos
heridos por
la angustia desnuda de su nada.
¿Dónde está
el si que imaginó tu amor
fecundando el
paisaje de su vida
multiplicados
-niños- por Ti?
¿Por qué
deliberadamente se vacían
y escoltan su
vacío?
¿Por qué me
dejas solo, Señor?
Yo también
estoy sólo, ellos no quieren dialogar tu fuente.
¿Por qué me
duele el viento,
con preñez
jubilosa de montañas,
que acaricia
mis sienes?
No acaricia
-huracán- las suyas, las hiere…
-Digo sí a
mis hermanos y me pesan los huesos-.
No puedo ser
feliz, me duelen ellos
detrás de sus
murallas, sordas y mudas,
a mi
presencia y a mi voz fraterna.
Me duelen
esas puertas, cerradas siete veces,
salpicadas de
sangre de mis nudillos, de tus nudillos.
Pero,
¡digo sí a
mis hermanos!