CUANDO REPARE DIOS EN LAS MANOS DEL HOMBRE
El deseo de terminar amando, de haber hecho de mi vida un himno de amor, está sinceramente expuesto en el poema (Rafael Matesanz)
(Inspirado en el capítulo 25 de
San Mateo: “Entonces dirá el Rey a los de su derecha: Venid, benditos…porque
tuve hambre y me distéis de comer. Dirá también a los de su izquierda: Apartaos
de mí, malditos…, porque tuve hambre y no me distéis de comer…)
Apenas se da cuenta
de que Dios va a reparar
en sus manos.
Y Dios se lo recuerda cada vez
que otras manos,
en otro tiempo como las suyas,
sólo desean
la caricia de un bastón
de anciano;
cada vez que otros ojos,
nublados por la ceniza del
tiempo,
son heridos
por el fulgor que les hechizaba;
cada vez que otros pies,
anhelantes de reposo,
vacilan al caminar
y renuncian a la urgencia
de la velocidad metálica<,
cada vez que otro corazón,
que también fue feliz hoguera,
da su último y definitivo latido
en este mundo.
Pero
el Hombre
apenas se da cuenta.
Aquel día final su conciencia,
impregnada por la luz divina,
se erguirá como una lanza
y obligará a contemplar
los diez surcos de su vida,
preguntándole:
¿dónde está tu trigo?
Entonces sólo hallará la
eternidad,
he pronunciado cordialmente dos
palabras:
PADRE, HERMANOS.
Yo no he sabido más;
pero mi dolor pronunciaba estas
palabras
y también las pronunciaba mi
alegría.
Yo, Señor, te he amado
en todas
y sobre todas las cosas.
Esta ha sido mi burla muchas
veces,
porque se reían de mí los hombres
cuando,
jubilosamente,
traducía el lenguaje
de las flores y de las mariposas,
de los leones y de las liebres.
Yo notaba en la hondura del ser
tu latido.
Te he amado, Señor:
he aquí fecundo el surco central
de mi vida: amarte.
Tampoco se halla estéril mi
segundo surco.
Yo, Señor, al pronunciar DIOS,
he sentido un cálido galope de mi
sangre
y una filial seguridad
en las columnas de mis huesos.
Tu nombre acunaba mi sueño;
tu nombre erguía mi trabajo.
Era la raíz de mi
tu nombre.
Y tu nombre me resucitaba en el
dolor.
Ahora mismo
tu nombre
alienta la carne de mi palabra
para hablarte.
No tomé
tu nombre
en vano; está pleno de vida en mí
tu nombre.
Y aquí están las granadas espigas
de mi tercer surco:
cada semana, cada día, cada
minuto, cada segundo,
busqué paréntesis de reposo
para respirar en la hondura eterna
de tu aire.
Juntos ofrecimos la Eucaristía:
Tú encendías la plenitud del
misterio
cuando mis labios te ofrecían
el calor de mi palabra carne.
Santifiqué profundamente las
fiestas.
Mi cuarto surco ha fructificado
casi solo.
Tú lloviste sobre él
las aguas del instinto
-padres-hijos-.
A mí me bastaba abrir los ojos y
contemplar
el río de nuestra sangre en cauce
hondo.
¿Cómo cortar su cálida corriente?
He agradecido
su arcilla cariñosa a mis
progenitores;
y he agradecido
su invisible paternidad
a todos mis educadores:
desde los catedráticos de la
Universidad,
cuyas alas científicas alzaban
mis gramos de tierra a tus
mansiones,
hasta mi maestro de la
auto-escuela que convirtió
en dócil siervo mío al
utilitario.
Tu cuarta llamada se hecho
fácilmente en mí
surco de amor.
La quinta: No matarás.
Señor, ¡cómo iba a matar?
No podía pintar de rojo
las calles,
las casas,
los árboles,
las montañas…
No podía hundir en el abismo
ese río misterioso -la sangre-
que fluye de tu manantial.
No he matado, Señor,
ni con la invisible lanza del
pensamiento
ni con la palabra envenenada de
la palabra,
ni con el hacha burda de la obra.
Preferí sufrir ocultamente
antes que hacer sufrir
al hermano.
Blanca es la harina -alma del
trigo.
de mi quinto surco.
Y labrados están
en carne dolorida
el sexto y el noveno surcos.
Todavía derramo
gotas ascéticas de sudor y sangre
para fertilizarlos.
Arranqué las hierbas que brotó la
imaginación de mi adolescencia.
Gasa de nube, impedí
que los rayos destructores del
sol de la pasión
ahogaran en su fuego
la tierna planta del amor.
He sabido amar
en ese difícil y sacrificado amor
entre hombre y mujer.
Supe que la vida afectiva y la
vida sexual,
tan ultrajadas,
eran maravillas tuyas,
delicadas flores que a cualquier
soplo
de lujuria
se secaban.
Y te dije “gracias”
por la luz hermosa
de los ojos de la mujer,
por la forma de su cuerpo, cálida
cuna para tus amigos los niños.
Pero sufrí mucho
cuando alguien jugaba con el
corazón de la mujer
como con una pelota juega
un perro;
y cuando la misma mujer
alquilaba la cuna de su
maternidad
para guarida
de reptiles.
Sufrí
para labrar con detalle
mi sexto y noveno surcos;
pero aquí está su fruto: mis
hijos.
Tengo muchos hijos niños
que reflejan
tu sonrisa de amor.
Y mira mis surcos séptimo y décimo
en vigor primaveral
todavía.
No han madurado, pero no tuve la
culpa:
yo
he muerto de hambre
con los niños de la India y con
los de Biafra y Nigeria;
está señalado en mi piel negra
el látigo del azote histórico;
muchacha adolescente de doce
años, caí en las redes
de la trata de blancas;
y más y más cárceles, nutridas de
inocencia,
he tenido que padecer;
pero no están maduros mi séptimo
y décimo surcos:
querría haber muerto de hambre
más veces;
haber sufrido la humillación de
que el tendero
no aceptase la moneda legal de
mis manos negras
más veces,
haber sentido el horror del
prostíbulo
más veces:
toda la infinidad de veces que se
clavaron estas lanzas
en tu corazón.
Ya sólo me falta darte cuenta de
un surco: el labrado de mi palabra.
Mi palabra, efusión de mi carne,
enlazó mi vida con tu vida y con
sus vidas
en la amistad.
Sí, he pronunciado la palabra
“amigo”
hasta los límites de convertirla
en tópico.
Pero tu sabes, Señor,
que nunca ha sido tópico en mis
labios.
Siempre dije “amigo”
y me sentí feliz al intercambiar
nuestra sonrisa.
Y he llorado -sin advertirlo
ellos-
por mis amigos.
Les he guardado secreto
para curar sus llagas
ocultamente.
Helos aquí testigos en mi
defensa:
están todos los que se cruzaron
en mi camino.
Señor, ya no tengo más frutos en
mi parcela,
pero ni un solo milímetro es
estéril:
hasta los labios poéticos de mis
amapolas espontáneas
besan tu rostro.
Escribí
con sangre
el libro,
de mi vida.
Sólo esta respuesta donará
la paz
al hombre, porque
sus manos estarán llenas,
los surcos de su huerto fecundos.
Gozará, entonces,
de la sonrisa de Dios
que rocía
el poema de su vida
en la eterna mañana.