En Fátima es mediodía.
Tres niños, sobre la hierba,
rezan juntos el Rosario
con fervorosa inocencia.
Dos relámpagos alumbran
sus pacíficas ovejas.
Aunque el cielo está muy claro,
con presura las congregan.
Una Señora muy blanca
sobre una encina pequeña,
entre sus manos orantes
lleva un Rosario de perlas.
Para alejar sus temores
la Señora los sosiega
diciendo: “No tengáis miedo
ni sufra vuestra inocencia”.
Sólo Lucía se atreve
a preguntar de dónde era.
“Mi pueblo es el cielo inmenso
donde es siempre primavera”,
dijo la blanca Señora
con palabra mansa y tierna.
“He venido a suplicaros
que vengáis en esta fecha
para recibir gozosos
mi bienhechora promesa”.
Y Lucía le pregunta
con amistosa prudencia:
¿también nosotros iremos
al cielo, tu casa eterna?
La Señora dice: “Sí”
con amable complacencia.
“Pero habréis de rezar mucho
para alcanzar mi promesa.
El corazón de los hombres
está roto por las guerras.
Sólo el amor que se inmola
puede evitar su condena.
¿Queréis hacer sacrificios
para reparar ofensas?”
Y Lucía, por los tres,
sin vacilación contesta:
“Sí lo queremos, Señora,
si Tú también lo deseas”.
La Señora blanca y bella,
con maternal complacencia
les dice: “Sí sufriréis,
pero Dios os dará fuerza”.
Pasan los días y meses
y el enemigo se empeña
en negar que el sol es sol
y que la estrella es estrella.
Cárceles y malos tratos
con los tres niños se ceban
pensando que son mentiras
sus palabras de inocencia.
Hasta amenaza un alcalde
con poder y sin clemencia
freir en aceite hirviendo
su corazón de azucena.
Pero ellos dicen valientes:
“Aunque usted no nos lo crea,
nunca decimos mentiras,
sino la clara evidencia”.
Por fin, el trece de octubre,
la Señora blanca y buena
contesta la gran pregunta:
“¿Quién sois vos, que sois tan bella?”
“Soy Señora del Rosario,
rosal de la Gracia Plena
que para amar más a Dios
vengo a visitar la tierra”.
“Decid a los pecadores
que lloren y se arrepientan.
Decid a todos los hombres
que con Rosarios enciendan
la luz del amor sincero
que a la vida eterna lleva.
Haced en este lugar
una capilla pequeña
en donde nazca mi Hijo
como en gruta navideña”.
El sol, cual luna de plata,
daba vueltas y revueltas
y lanzaba a todas partes
ráfagas amarillentas.
Incrédulos y creyentes
gritan: “¡Milagro! ¡Clemencia!
La fuerza de Dios alumbra
sobre nuestra parda tierra”.
Y se arrodillan y lloran
y buscan la penitencia
que perdone los pecados
que a tantas almas condenan.
Los niños gozan al ver
tanta humana primavera.
Y siguen dando a la Virgen
su blancura de azucena.
Lucía, Francisco, Jacinta,
sílabas de la inocencia,
como ángeles del cielo
prenden el cielo en la tierra.
Fátima será por siempre
el lugar donde la Estrella,
la Virgen Madre de Dios
anida su casta huella.
Encuentro de criaturas
de Dios y de gracia llenas.
Encuentro de paraísos
que dialogan confidencias.
El hombre sólo se salva
en el nido de la Iglesia.
Amar al Papa es tener
alegría de certeza.
Gracias, Lucía, que vives
para confirmar su huella.
Gracias, Francisco, que estás
en el cielo de tu espera.
Gracias, Jacinta, la niña
toda candor y pureza
que junto a la Virgen pura
sigue sembrando inocencia.
Encuentro de amor sencillo:
María, la Nazarena,
con los tres niños pastores
alumbra con su presencia.
Que todos seamos niños
y que le abramos la puerta
de nuestra casa en penumbra
para que su Luz la encienda.