Hubo días, en que te pronunciaba
y morían en mí los horizontes,
los pájaros desnudos de mi alma
agonizaban con pensarte sólo.
Hubo días de luto presintiendo
desamparos en ti si me llamabas
para enterrarme en tus arterias densas.
Hubo días de bosques incendiados,
de arroyos secos y de mares secos
de batalla de estrellas en la niebla.
Ahora que soy la sangre de tus sueños
que sé tu corazón en el diluvio
de latidos calientes, me pregunto
¿qué milagro has obrado en mis entrañas?
¿Ha muerto el niño aquel que se escondía
en faldas virginales de campanas?
¿estoy en mí yo mismo o me he perdido,
grano de arena en ti, y no me busco?
Me has salvado los ojos en tus niños
que en abundancia de candor se encienden.
Invadiste mi sangre con estrellas
femeninas de carne y de sonrisa.
Doy a tus hombres solo este huerto
para que siembren su dolor de urgencia.
Las frágiles paredes de mi vaso
han abierto sus poros y me inundan.
Soy, como tú, océano de sueños,
sin fronteras de mí; pero te amo
te agradezco el milagro de los niños
que te nacen, Madrid y me regalan;
te agradezco el calor de los arroyos
azules de esperanza que te alfombran;
te agradezco los árboles paternos,
su dolor liberando primaveras;
te agradezco los pasos vacilantes
de tus ancianos niños como frutos
maduros de anidar en tus arterias;
te agradezco ser tú, sin darme cuenta,
tu ciudad desgarrada como madre
que no se cansa de morir gestando.
Madre ciudad, Madrid, que sin palabras
pronuncias donaciones sin fronteras
que abres surcos en ti, que abres heridas
para sembrar hogares en tu carne.
Madre ciudad, Madrid, yo te venero
yo te amo y te ruego que me robes
los últimos rincones de mi estancia.
No he perdido campanas; el amor
nunca pierde campanas las contagia,
No he perdido montañas, soy su siembra.
No he perdido canarios, soy su vuelo.
Tan tuyo soy, Madrid, que me pronuncio
cuando tu nombre fluye de mis labios.