¡Que firme tu Esperanza cuando el frío
del sepulcro guardaba tu semilla!
Callada y enterrada Te quedaste
nutriendo, como siempre, su silencio.
Moriste cuando El, aunque tu vida
de Madre rota en pie nos sostenía
la débil esperanza.
¡Señora del dolor y del aguante
frente a todas las furias de la noche!
¿Qué palabras decías a tus hijos
en el silencio largo de esas horas?
¿Qué miradas de aliento se esparcieron
desde tus ojos fieles y maternos?
¿Qué espada transitó por tus entrañas
cuando nadie esperaba su retorno?
Estabas sola, densamente sola:
callaba Dios, tu Hijo, y sus hermanos
huían de su miedo a ningún sitio.
¡Oh madre de la Iglesia! Tu silencio,
tu ardiente soledad alimentaba,
otra vez como aquellos nueve meses,
el Cuerpo desvalido que nacía.
¡Cuánto calor de sangre floreciendo
sin que nadie entendiera tus poemas!
¡Poetisa de Dios! ¡Madre del Verso
manuscrito por Dios en tus entrañas!
Y llegó aquel Domingo y escuchaste
narraciones de nieves y de arcángeles.
Brotaban las palabras como fuentes
de fresca primavera alborozada.
La sorpresa en los rostros esparcía
miradas inefables de misterio.
Y Tú escuchabas como quién confirma
los motivos del Sol donde reside.
¡Virgen resucitada desde siempre!
¡Virgen jamás herida por la duda!
¡Virgen de la Esperanza y de la llama
perpetuamente viva en el silencio!
Cobíjanos, alúmbranos por dentro
con certidumbres cálidas y mansas,
para que todo en nuestra vida sea
Testimonio de Luz Resucitada.