“Es ya muy tarde, Señor,
para comenzar de nuevo”,
dijo el monje moribundo
con la mirada en el cielo…
Pero el ángel del Amor
llegó volando a su lecho
y con su gasa de nubes
enjugó su desconsuelo.
“Nunca es tarde para amar,
le dijo tallando un verso,
el corazón siempre sabe
hacer el surco derecho.
Pon en tu sangre gastada
ascuas de abandono pleno
en la clemencia de Dios
siempre con brazos abiertos”.
El monje anciano recuerda
sus pensamientos y hechos,
pero la sombra se yergue
con látigo justiciero.
“No tengo nada, Señor.
Nada que sea valedero.
No recorrí continentes
testimoniando tu Reino.
No fundé congregaciones
para abrir nuevos senderos,
ni construí catedrales,
ni prendí perennes fuegos.
Ahora que llega la muerte
y sólo cuentan los hechos,
tengo miedo en las entrañas
por haber perdido el tiempo”.
“El tiempo, querido monje,
lo ganaste sin saberlo
cuando en la huerta sembrabas
contemplativos anhelos,
cuando tu alma sencilla
construía con tus sueños
Belenes de fresco musgo
abrigando al Dios Pequeño;
cuando sembrabas sonrisas
en el silencio sereno
y se volvían plegarias
tus ocultos pensamientos;
cuando salvaba detalles
tu corazón de hombre bueno;
cuando escondido llorabas
los pecados de mi pueblo;
cuando hacías de los claustros
lugar íntimo de encuentro;
cuando restaurabas muros
del antiguo monasterio;
cuando soltabas palomas
blancas de perdón sincero;
cuando callabas cubriendo
punzadas de cardos fieros.
Anónimamente diste
tus primaveras al tiempo.
Ahora tan sólo te falta
gozar paraíso eterno”.
Dijo el Ángel y en el aire
sus alas se diluyeron.
Pero el monje no quedó
plenamente satisfecho.
Sus obras no le servían
para conquistar el premio,
porque el premio sólo es Dios
y Dios estaba secreto.
Otra vez la sombra fría
volvió a anidar en su pecho
y otra vez las inquietudes
impidieron su sosiego.
Pero en su celda tenía
la Virgen de los Remedios
y hacia Ella levantó
sus ojos ya casi ciegos:
“Madre de Dios, nada tengo,
nada valgo, nada he hecho.
Sólo besos al mirarte
es mi tesoro secreto”.
Y aquella imagen querida,
relicario de sus besos,
convirtió la triste celda
en establo navideño.
Llamó a San José, su Esposo
y le musitó su ruego.
Y San José sonriente
se acercó al humilde enfermo.
Con sayal de blanca nieve
vistió su cansado cuerpo.
Puso un zurrón en su espalda
y en sus manos un cordero
y le dijo: “Ven conmigo
ya eres pastor verdadero.
Cuando llegues al pesebre
dices al Niño: “Te quiero,
pero sólo puedo darte
mi humildad y mi silencio”.
El monje pastor se siente
liberado de su miedo
y con presura gozosa
se olvidó que estaba enfermo.
De la mano de José
llegó al Eterno Lucero
que le ofrecía su Madre,
Señora de los Remedios.
A sus pies puso el zurrón,
a sus pies puso el cordero;
pero también Le ofreció
su corazón en un beso.
Los monjes tristes lloraban
alrededor del enfermo
y recitaron los salmos
pensando que estaba muerto.
Mas de pronto, todo nieve,
apareció el Ángel bueno
y les dijo: “No lloréis
vuestro hermano está en el cielo.
El Niño Dios y la Virgen
con Esposo carpintero
se han llevado de la tierra
el Belén del monasterio.
Y entre las pajas humildes
un monje pastor discreto
iba contento adorando
al Hijo de Dios Pequeño.
Y así ha quedado en la gloria
eternamente viviendo”.
Los monjes se arrodillaron.
La celda cantó el silencio.
Y una bandada de alondras
imprimió: “Gloria en el cielo
y en la tierra paz al hombre
anónimamente bueno
porque, al morir, siempre alcanza
gozo eterno navideño”.