20/1/23

ROMANCE NAVIDEÑO DEL MONJE ENFERMO

 

“Es ya muy tarde, Señor,

para comenzar de nuevo”,

dijo el monje moribundo

con la mirada en el cielo…

 

Pero el ángel del Amor

llegó volando a su lecho

y con su gasa de nubes

enjugó su desconsuelo.

 

“Nunca es tarde para amar,

le dijo tallando un verso,

el corazón siempre sabe

hacer el surco derecho.

 

Pon en tu sangre gastada

ascuas de abandono pleno

en la clemencia de Dios

siempre con brazos abiertos”.

 

El monje anciano recuerda

sus pensamientos y hechos,

pero la sombra se yergue

con látigo justiciero.

 

“No tengo nada, Señor.

Nada que sea valedero.

No recorrí continentes

testimoniando tu Reino.

No fundé congregaciones

para abrir nuevos senderos,

ni construí catedrales,

ni prendí perennes fuegos.

 

Ahora que llega la muerte

y sólo cuentan los hechos,

tengo miedo en las entrañas

por haber perdido el tiempo”.

 

“El tiempo, querido monje,

lo ganaste sin saberlo

cuando en la huerta sembrabas

contemplativos anhelos,

cuando tu alma sencilla

construía con tus sueños

Belenes de fresco musgo

abrigando al Dios Pequeño;

 

cuando sembrabas sonrisas

en el silencio sereno

y se volvían plegarias

tus ocultos pensamientos;

 

cuando salvaba detalles

tu corazón de hombre bueno;

cuando escondido llorabas

los pecados de mi pueblo;

 

cuando hacías de los claustros

lugar íntimo de encuentro;

cuando restaurabas muros

del antiguo monasterio;

 

cuando soltabas palomas

blancas de perdón sincero;

cuando callabas cubriendo

punzadas de cardos fieros.

 

Anónimamente diste

tus primaveras al tiempo.

 

Ahora tan sólo te falta

gozar paraíso eterno”.

 

Dijo el Ángel y en el aire

sus alas se diluyeron.

 

Pero el monje no quedó

plenamente satisfecho.

 

Sus obras no le servían

para conquistar el premio,

porque el premio sólo es Dios

y Dios estaba secreto.

 

Otra vez la sombra fría

volvió a anidar en su pecho

y otra vez las inquietudes

impidieron su sosiego.

 

Pero en su celda tenía

la Virgen de los Remedios

y hacia Ella levantó

sus ojos ya casi ciegos:

 

“Madre de Dios, nada tengo,

nada valgo, nada he hecho.

 

Sólo besos al mirarte

es mi tesoro secreto”.

 

Y aquella imagen querida,

relicario de sus besos,

convirtió la triste celda

en establo navideño.

 

Llamó a San José, su Esposo

y le musitó su ruego.

Y San José sonriente

se acercó al humilde enfermo.

 

Con sayal de blanca nieve

vistió su cansado cuerpo.

Puso un zurrón en su espalda

y en sus manos un cordero

y le dijo: “Ven conmigo

ya eres pastor verdadero.

Cuando llegues al pesebre

dices al Niño: “Te quiero,

pero sólo puedo darte

mi humildad y mi silencio”.

 

El monje pastor se siente

liberado de su miedo

y con presura gozosa

se olvidó que estaba enfermo.

 

De la mano de José

llegó al Eterno Lucero

que le ofrecía su Madre,

Señora de los Remedios.  

 

A sus pies puso el zurrón,

a sus pies puso el cordero;

pero también Le ofreció

su corazón en un beso.

 

Los monjes tristes lloraban

alrededor del enfermo

y recitaron los salmos

pensando que estaba muerto.

 

Mas de pronto, todo nieve,

apareció el Ángel bueno

y les dijo: “No lloréis

vuestro hermano está en el cielo.

 

El Niño Dios y la Virgen

con Esposo carpintero

se han llevado de la tierra

el Belén del monasterio.

 

Y entre las pajas humildes

un monje pastor discreto

iba contento adorando

al Hijo de Dios Pequeño.

 

Y así ha quedado en la gloria

eternamente viviendo”.

 

Los monjes se arrodillaron.

La celda cantó el silencio.

Y una bandada de alondras

imprimió: “Gloria en el cielo

y en la tierra paz al hombre

anónimamente bueno

porque, al morir, siempre alcanza

gozo eterno navideño”.