Os habéis ido, hermanas,
a poblar la selva virgen
con la pobreza virgen de Dios.
Claras sois, casi invisibles;
pero cada árbol, cada pájaro, cada montaña, cada acequia
está llena de vosotras
para decir “gracias”,
para cantar el salmo del silencio habitado.
Dais dimensiones de altura
a las cosas pequeñas
que tocan vuestras manos, vuestros ojos.
Llenáis con volumen de Dios,
todos los huecos lacerantes
del anhelo.
Vuestra ausencia
me habla de Dios
porque sois palabra incontaminada de misión de amor.
Duele, es cierto,
el espacio interpuesto entre los cuerpos;
pero no hay
exilio del corazón;
se funden nuestros latidos,
salvando la distancia,
alargando la luz,
difundiendo el calor
del mismo hogar,
entrañablemente cálido,
que nos cobija y nos posee: Dios.
Vuestra ausencia
es, para mí, presencia alentadora,
porque soy más rico:
he ampliado el círculo
de seres a quienes amar:
Son míos, franciscanamente,
los pájaros exóticos que miran vuestros ojos;
mías, las lágrimas de vuestros ojos compadecidos del hombre desvalido;
mío, el silencio de
vuestro Monasterio adolescente;
mía la canción de
“Paz y Bien” que irradian
vuestros ojos.
Gracias, queridas Misioneras Clarisas.
Vuestra ausencia
me habla de Dios,
de ese Dios-Pobre
que carga feliz
con el peso de los
más pobres del mundo.
Mi felicidad sacerdotal
recibe de vosotras
alegría,
estímulo,
aliento,
alas…
Alas con las que
vuelo hasta vosotras
para cantar juntos:
“Alabado seas, mi Señor”.