Ni alforjas en el hombro, ni sandalias, ni bastón defensivo;
sólo con mucha luz en las entrañas disfrutando del Reino.
Sólo con los milagros en la sangre
que habréis de transfundir gratuitamente.
Libres, desnudos: poco peso de carne y mucho peso
En los ojos, riqueza de horizontes encendidos
como áureo mar de mieses.
Tal vez, algún temblor y alguna sombra, parásitos del llanto,
que habrán de ser quemados por el fuego
de la mirada aquélla del Maestro.
Buscando sin cesar esta Mirada
en el silencio orante, en la Mesa Eucarística,
en el clima jovial comunitario, en el hermano roto…
Sin grandes elocuencias -no es poder la retórica elegante-,
sólo con la sonrisa y la palabra
en espontánea sencillez de rosa.
El Espíritu Santo hará el prodigio.
Sólo con El, llenísimos de El
hasta la dulce embriaguez del gozo.
Y no temáis: la oscuridad no puede apagar claridades infinitas.
Sed doctores de amor: sed ingenieros de caminos al alma.
Recordad que sus labios infalibles
dijeron vuestros nombres y os alzaron al título de “Amigos”.
Y, si la ingratitud sale al encuentro, con látigos de ira,
acordaos del Maestro flagelado, testigo hasta la sangre.
Sangre a sangre, creced. Y, verso a verso,
porque sois arquitectos de palabras que se hacen catedrales.
Claro que, bien mirado, sólo sois
humildes constructores de tres sílabas con blancura de “a”
y tan abiertas, que cabe el universo en sus mansiones:
Jesucristo, el Señor, total PALABRA.