Juan de la Cruz, amigo, buenas noches
desde mi noche triste y sobreoscura:
Heme al refugio de tu luz callada
para escribir la carta que, hace otoños,
llevo enterrada en sangre dolorida,
de tanto caminar dobles caminos;
de alquilarme al Señor como edificio
que guarda su palabra fríamente;
de ser, tan sólo, sacerdote opaco,
pregonero a destajo de otra sangre;
de invitar a los hombres a mis sotos
fabricados de plástico del siglo;
de no saber brotar las primaveras
que me piden nacer a su latido.
Y me dirijo a ti, porque tú eres
sacerdote poeta, no dos cosas,
una sola, hecha carne pronunciada
en respuesta al amor de su llamada,
en respuesta a sus ríos y a sus montes,
a su sangre vertida por tus venas,
por nuestras venas sin saberlo casi.
Y me dirijo a ti, porque te duele
nuestro pecado sustrayendo luz,
enmudeciendo al ser que nos suplica
consumar su palabra soterrada.
Tú Le oras en verso, tu Le dices:
¿Por qué, Señor, por qué la luz manchada
en el espejo turbio de los ríos
que llevan agonías de ciudades?
Es difícil, así, captar el brillo
de tu amor en la luz. Quebrado el cielo
en pedazos de antojo, cada hombre
edifica su cielo, robo a robo
en los breves minutos de su vida.
Y, por fin, la tragedia de sus manos
totalmente vacías de infinito,
llenas casi siempre de soledad, desnudas
como barbecho desolado y seco
sin árboles ni fuentes, sin amor.
En la tierra sufrías, fraile amigo,
y regabas con lágrimas su polvo.
Escribías, Juan de la Cruz POETA,
sacerdote poeta en unidad,
protopalabra limpia y delicada
del ser -no parecer- en plenitud.
Yo te pido el amor y la palabra
o la palabra amor, tornada carne.
Yo, segoviano, sacerdote, amigo
del poético brillo de la vida,
aparte del misterio entre los dedos,
tengo a mi alcance toda la materia
que te hizo vivir tu poesía
y trascendió tu espíritu a la llama:
el alcázar, anhelo de ascensiones;
la catedral, espiga de piedra;
el romano acueducto, corcel gris
galopando incansable hacia lo eterno
y el nido de la Virgen: la Fuencisla
reposando al abrigo de las peñas
por donde paseaba tantas veces
tu plena poesía de medio fraile.
Tu escuchaste la voz de mi Segovia,
porque escuchaste a Dios, porque el silencio
en “soledad sonora” de tu alma
permitía nacer calladamente
a cada ser su luz, hecha palabra.
Y te hablaban los montes de su huella,
los valles solitarios y los ríos
y “el silvo de los aires amorosos”,
y te hablaba el pecado y su tiniebla,
antihuella de Dios sobre los seres.
Le buscabas -peregrino amante-.
Ibas tras Él: querías ver su rostro
sin tener otro “oficio” que el amor
“entre las azucenas olvidado”.
Y llegaste a su fuente luminosa
tras la noche pasada de puntillas.
Bebiste de su agua: te inundaste
y tu carne y su sangre se mezclaron
en tu persona limpia y trascendente.
Juan de la Cruz, pequeño fraile, amigo,
¿me comprendes ahora esta noche
penosamente sobreoscura y triste?
Tengo hambre de amor. Estoy cansado
de tanto caminar estérilmente,
de soterrar las voces de los seres,
de tener miedo al sol, por si me saja
mis tímidas pupilas de miope,
de tener miedo al aire, por si abre
las siete puertas de mis siete vicios
y se queda desnudo mi egoísmo
disfrazado de fáciles razones.
Juan de la Cruz, pequeño fraile, amigo,
sabes que tengo fe, por eso vierto
mi desahogo en ésta carta triste.
Necesito tu síntesis de hombre,
sacerdote y poeta en trinidad,
para anunciar Su Luz desde mi espejo
fiel y limpio a su Ser. Palabra carne.
En la tarde serena en que te escribo
desde el Carmelo austero de Segovia,
siento en mis hombros la pesada alforja
del dolor y el anhelo de los hombres.
Empiezo a ser poeta: ya me duele
el llanto candoroso de los niños,
la quebrada ilusión de los muchachos
cuando muere la rosa entre sus manos
y las ocultas lágrimas del hombre
con el rostro surcado por la angustia
del hastío; tal vez, porque no hay huellas
después de tanto caminar cansado
con luz artificial en un garaje,
y me duele el anciano y su silueta
fugitiva de algo que le espanta.
Juan de la Cruz, pequeño fraile, amigo:
tal vez, en ésta tarde junto a ti,
soy poeta de Dios, soy sacerdote
crucificado de su redención
hasta mi carne hecha palabra herida.
Tal vez, atiendas a ésta carta en verso
y liberes mi lengua verdadera.
Tal vez, Segovia, mi cordial Segovia,
ciudad de amigos hondos y de sueños
con silencio de luz y piedra viva
desnudamente firme que sostiene
siglos de historia amaneciendo siempre,
me convide a rezar tu poesía
escrita en nuestra cárcel de Toledo.
Tal vez, se torne mi Castilla parda,
saturada de esperas otoñales,
en horizontes místicos de trigo
que redima al mundo, yerto y mudo,
con el pan, con la paz y la palabra.
Juan de la Cruz, pequeño fraile, amigo:
Hoy, a tu llama, mitigando el hambre
y en paz de haber llorado a sangre plena,
renace su palabra, como un árbol,
en mi huerto de hombre sacerdote.
Gracias. Muy pronto volveré a escribirte
sobre el milagro de tu luz poética.