29/6/23

CARTA EN VERSO A JUAN DE LA CRUZ

 


 


Juan de la Cruz, amigo, buenas noches

desde mi noche triste y sobreoscura:

 

Heme al refugio de tu luz callada

para escribir la carta que, hace otoños,

llevo enterrada en sangre dolorida,

de tanto caminar dobles caminos;

de alquilarme al Señor como edificio

que guarda su palabra fríamente;

de ser, tan sólo, sacerdote opaco,

pregonero a destajo de otra sangre;

de invitar a los hombres a mis sotos

fabricados de plástico del siglo;

de no saber brotar las primaveras

que me piden nacer a su latido.

 

Y me dirijo a ti, porque tú eres

sacerdote poeta, no dos cosas,

una sola, hecha carne pronunciada

en respuesta al amor de su llamada,

en respuesta a sus ríos y a sus montes,

a su sangre vertida por tus venas,

por nuestras venas sin saberlo casi.

 

Y me dirijo a ti, porque te duele

nuestro pecado sustrayendo luz,

enmudeciendo al ser que nos suplica

consumar su palabra soterrada.

Tú Le oras en verso, tu Le dices:

 

¿Por qué, Señor, por qué la luz manchada

en el espejo turbio de los ríos

que llevan agonías de ciudades?

Es difícil, así, captar el brillo

de tu amor en la luz. Quebrado el cielo

en pedazos de antojo, cada hombre

edifica su cielo, robo a robo

en los breves minutos de su vida.

Y, por fin, la tragedia de sus manos

totalmente vacías de infinito,

llenas casi siempre de soledad, desnudas

como barbecho desolado y seco

sin árboles ni fuentes, sin amor.

 

En la tierra sufrías, fraile amigo,

y regabas con lágrimas su polvo.

Escribías, Juan de la Cruz POETA,

sacerdote poeta en unidad,

protopalabra limpia y delicada

del ser -no parecer- en plenitud.

 

Yo te pido el amor y la palabra

o la palabra amor, tornada carne.

Yo, segoviano, sacerdote, amigo

del poético brillo de la vida,

aparte del misterio entre los dedos,

tengo a mi alcance toda la materia

que te hizo vivir tu poesía

y trascendió tu espíritu a la llama:

 

el alcázar, anhelo de ascensiones;

la catedral, espiga de piedra;

el romano acueducto, corcel gris

galopando incansable hacia lo eterno

y el nido de la Virgen: la Fuencisla

reposando al abrigo de las peñas

por donde paseaba tantas veces

tu plena poesía de medio fraile.

 

Tu escuchaste la voz de mi Segovia,

porque escuchaste a Dios, porque el silencio

en “soledad sonora” de tu alma

permitía nacer calladamente

a cada ser su luz, hecha palabra.

Y te hablaban los montes de su huella,

los valles solitarios y los ríos

y “el silvo de los aires amorosos”,

y te hablaba el pecado y su tiniebla,

antihuella de Dios sobre los seres.

 

Le buscabas -peregrino amante-.

Ibas tras Él: querías ver su rostro

sin tener otro “oficio” que el amor

“entre las azucenas olvidado”.

Y llegaste a su fuente luminosa

tras la noche pasada de puntillas.

Bebiste de su agua: te inundaste

y tu carne y su sangre se mezclaron

en tu persona limpia y trascendente.

 

Juan de la Cruz, pequeño fraile, amigo,

¿me comprendes ahora esta noche

penosamente sobreoscura y triste?

Tengo hambre de amor. Estoy cansado

de tanto caminar estérilmente,

de soterrar las voces de los seres,

de tener miedo al sol, por si me saja

mis tímidas pupilas de miope,

de tener miedo al aire, por si abre

las siete puertas de mis siete vicios

y se queda desnudo mi egoísmo

disfrazado de fáciles razones.

 

Juan de la Cruz, pequeño fraile, amigo,

sabes que tengo fe, por eso vierto

mi desahogo en ésta carta triste.

Necesito tu síntesis de hombre,

sacerdote y poeta en trinidad,

para anunciar Su Luz desde mi espejo

fiel y limpio a su Ser. Palabra carne.

 

En la tarde serena en que te escribo

desde el Carmelo austero de Segovia,

siento en mis hombros la pesada alforja

del dolor y el anhelo de los hombres.

Empiezo a ser poeta: ya me duele

el llanto candoroso de los niños,

la quebrada ilusión de los muchachos

cuando muere la rosa entre sus manos

y las ocultas lágrimas del hombre

con el rostro surcado por la angustia

del hastío; tal vez, porque no hay huellas

después de tanto caminar cansado

con luz artificial en un garaje,

y me duele el anciano y su silueta

fugitiva de algo que le espanta.

 

Juan de la Cruz, pequeño fraile, amigo:

tal vez, en ésta tarde junto a ti,

soy poeta de Dios, soy sacerdote

crucificado de su redención

hasta mi carne hecha palabra herida.

Tal vez, atiendas a ésta carta en verso

y liberes mi lengua verdadera.

 

Tal vez, Segovia, mi cordial Segovia,

ciudad de amigos hondos y de sueños

con silencio de luz y piedra viva

desnudamente firme que sostiene

siglos de historia amaneciendo siempre,

me convide a rezar tu poesía

escrita en nuestra cárcel de Toledo.

Tal vez, se torne mi Castilla parda,

saturada de esperas otoñales,

en horizontes místicos de trigo

que redima al mundo, yerto y mudo,

con el pan, con la paz y la palabra.

 

Juan de la Cruz, pequeño fraile, amigo:

Hoy, a tu llama, mitigando el hambre

y en paz de haber llorado a sangre plena,

renace su palabra, como un árbol,

en mi huerto de hombre sacerdote.

 

Gracias. Muy pronto volveré a escribirte

sobre el milagro de tu luz poética.