Somos peregrinos; pero
no estamos solos.
Caminamos en común.
Partimos nuestro pan,
bebemos de la misma cantimplora,
el mismo bastón da alas a nuestro peso.
La blanca gasa de su amor fraterno
venda las heridas de nuestros
pies cansados.
Tú sabías, Señor, que
solos no podíamos llegar,
por eso uniste
nuestras vidas
con el lazo místico
de tu Iglesia.
Ella es la gran comunidad,
la gran familia, abierta
siempre a todas las llamadas
de los nudillos con frío y noche.
Por eso ser fieles a la Iglesia
es ser fieles al amor.
Hacer apostolado
es comunicar nuestro calor
a cualquier sueño de
esperanza,
a cualquier valor humano
que no sabe pronunciarte,
es dar cauce
a cualquier deseo de entrega.
Ya nadie
está condenado a morir
inevitablemente
de soledad.
Están invitados
a tu ágape
sin distinción de clases.
Y no caben perplejidades
para cual inteligencia
y voluntad
porque tu familia
tiene un sello una
nota inconfundible.
La nota de la verdadera
Iglesia de la verdadera religión
es hoy -mucho más que
en las anteriores épocas de
de la historia- el amor.
Este es el milagro, al que
solamente se resisten
los llagados crónicamente
de egoísmo o de odio.
Ser fieles al amor
es ser fieles
a tu Iglesia,
es ampliar
creadoramente
tu Iglesia.
Que permitamos fecundidad
al horno de savia
que nos naces
en nuestros instintos sociales
y comunicativos
con raíces de eternidad.