Morimos cada día, a veces, cada instante.
Vamos fluyendo lentos al gozo de la sangre.
Sembramos amapolas, brotamos primaveras.
Nuestro río se esparce en arroyos azules.
Se esparce nuestro río oculto y silencioso
besando las raíces del tierno ser humano.
Nos alza la esperanza en árboles de carne
y nos talan las Hachas de huracanes ingratos.
Nuestro dolor es cierto, pero no le ostentamos
en condecoraciones de fríos pedestales.
Acaso ni sabemos las horas que sufrimos
porque el amor es alma para sufrir de balde.
Nos basta ser conscientes del hambre que nos nutre:
saber que caminamos y que no hemos llegado;
libar en los senderos las promesas de bosque
dejando en cada huella una estrella de sangre.
Beber en las honduras de la experiencia viva.
Transitar, trabajando, las arterias del ser.
Iluminar cavernas con la luz de la mente.
Depositar hogares en olas de latido.
Amparar la sonrisa de los niños que juegan.
Esculpir los anhelos del joven que amanece.
Llevar sobre los hombros a los padres heridos
hasta curar sus llagas con néctar de amistades.
Saber amar en vivo, querer amar en hombre
y nunca poner precio al amor que nos fluye;
pero cuidar la entraña de esta fuente divina
con montañas de nieve que estrujan su blancura.
Y, cuando Dios repare en nuestras manos limpias,
nuestras manos manchadas de tizas y de libros,
nuestras manos cargadas de niños y de hombres,
nuestras manos marchitas de juventud fecunda,
cuando Dios nos sorprenda con su rostro sereno,
cuando nos dé su mano de ardiente eternidad,
cuando encienda el misterio en nuestro polvo erguido,
RESUCITAR CON ELLOS A LA INFINITA PAZ.