No, Señor, ellos,
nuestros primeros padres,
no son tan malos, Tú lo sabes.
Fue la mentira,
fúnebre estadillo del orgullo.
Ellos quedaron inundados
en un polvo tenebroso
sin ver tu luz.
Pecaron, eso sí, por no gritar:
“Socorro, alguien nos
intenta arrancar los ojos
de la visión
sencilla y pura,
amante y serena…
Alguien, que no eres Tú…”.
Pero no gritaron.
Creyeron en el deleite oscuro
de un sueño egoísta.
Y no fue sueño, fue ceguera cancerosa.
Quedaron desnudos de luz.
Vertidos
al hambre,
al frío,
a la sed,
a todos los ríos que recogerían
las aguas sucias de las ciudades futuras.
Tenían vergüenza
de haber asesinado
tu paternidad,
alucinados por el orgullo.
Se disculpaban culpándose el uno al otro.
Empezó la división y el fuego
de la lujuria.
Y, Tú, Señor
les donaste
su primer elemental vestido -hojas de higuera-,
esperando -se lo dijiste-
su retorno sincero
el otro mayor abrazo
de tu amor…de tu verdad.
Ellos retornaron al
paraíso de tu amistad.
Gracias, Señor, nosotros
de siempre somos tus
amigos.