Tu hablas, Señor.
Nos hablas diariamente
en las cosas menudas que tocan nuestra existencia.
Y en las grandes;
en el silencio -a gritos de luz-,
de las estrellas;
en la montaña nevada
besando el limpio azul del cielo;
en el abrazo de los océanos
a nuestro planeta:
Este pobre planeta,
con pardo miedo de tierra seca
que tan tiernamente
agradece la caricia de la playa
y el contacto arterial
de los ríos
acicalando su rostro
con verde maquillaje,
gorjeando variedades
de peces marinos y fluviales.
Hablas, Señor.
Nos estás hablando
en la fiel permanencia
de tu aire
que envuelve nuestro cuerpo
y acude siempre
a la llamada
de nuestros pulmones.
Tu aire que siempre trae consigo
revoloteos de pájaros
y colores de paisajes,
discretamente adultos, eso sí,
e invisibles,
pero vivos, rogando nuestro
saludo cordial.
Hablas, Señor,
en la vida comunitaria de nuestras células
formando un todo orgánico
que ve,
que oye,
que palpa,
que huele,
que gusta,
que late…
Es magnánima
tu palabra en la creación,
sin darnos cuenta,
sin enloquecernos gritando; gracias.
Tal vez imaginando
el don de la vida
como un cáncer
o como una llaga
que detesta
a la sádica voluntad
del Otro
o de la Nada…
Y tú, Padre, a nuestro lado
esperando…
esperando, sin gesto agresivo,
de venganza.