Los hombres,
como abejas despistadas en la lluvia,
divagaban
de soledad en soledad.
A veces la tierra
enlodaba sus alas
en ansia lujuriosa
de terrificarlos
antes.
Los miraste, Señor,
con amor
que entonces se llamaba compasión.
Lloraste sobre ellos
tus peculiares lágrimas
que poco a poco
iban a lavar su sombra
y a restaurar su luz:
Dialogaste con los patriarcas
un pacto
de esperanza.
Encendiste
en la sangre poética de los profetas
la llama
que traspasaba los futuros siglos,
y transía
su carne humana
de dolor y de anhelo.
Les complicaste la vida, Señor,
a estos generosos
restauradores de tu luz.
¿Por qué, siempre tratas así
a tus amigos?
¿Por qué la verdad,
impregnada de la propia carne,
duele como la espina
en el corazón de Machado?
¿Por qué, tus amigos,
sacada la espina,
no pueden vivir
con la herida de su vacío?
Gracias, Señor:
para restaurar la luz, la verdad,
necesitas
nuestro magullado corazón
de amigos de carne.