Era blanca la nube, su blancura
dio envidia al corazón de tus cavernas
y olvidando caricias sempiternas
te decidiste a combatir su albura.
Hastiado de luz y de hermosura
el sol alióse a ti, sus manos tiernas
negaron la caricia a las eternas
mecedoras de estrellas en la altura.
Y con el llanto que destila el alma
la pobre nube abandonada y triste
de tu extensión en la espaciosa palma
derramaba el botín que perseguiste:
lágrimas nacaradas que con calma
iban tegiendo el manto que te viste.