Eres juvenilmente nuevo
y ya tienes señales de paternidad.
Son ellos, tus hijos,
quienes dejan sus huellas,
hoscamente acariciadas,
en el regazo
de tus mesas y de sillas
a su servicio siempre.
Eres hogar, para unos;
peldaño, para otros;
jaula, para quienes
se niegan a saborear
el crecimiento
de su luz humana.
Pero siempre
eres
desaliño de latidos jóvenes
de sonrisas en pleno capullo,
de galopes cortados hacia cualquier sitio;
de anhelos que se
escapan por tus
ventanas -hacia
los cuatro puntos cardinales,
y de sueños,
de muchos sueños
que nievan
hacia las nubes
para esfumarlas
y tornar
constantemente
limpio y azul
nuestro cielo
de Segovia.
Porque ellos, los niños y jóvenes
que cuida
tu, tiernamente petro, desvelo
de padre incansable,
son el reflejo humano
del aire
de nuestra ciudad.
¿Qué sería la ciudad sin ellos,
sin tus hijos?
Cuando te prolonga
su desbandada
en efusión cordial
de anécdotas tuyas,
cobra sentido
la eterna juventud pétrea
de nuestros monumentos.
El Acueducto,
hastiado de miradas serias
y frases, seriamente elogiosas,
anhela su paso
con cercanía
de indiferencia cálida y familiar.
Nuestras iglesias románicas
olvidan el dolor
de su penumbra
a la luz de su bulla
casi siempre limpia
de sombras.
Y la catedral
hace más tersa
y más dorada la piedra
en emulación noble
con su piel joven.
Sólo el alcázar
no toma nada de ellos;
pero les dona
en fantástica siembra de ideales
su siempre caminar
hacia la altura…
Es más fecundo con su presencia y su sueño.
Es más alcázar de paz activa y elevada.
Y ellos, son tú, Instituto.
Tú, pregón de esperanza.
Tú, profeta
de cielos nuevos
y de tierra nueva.
Tú, palabra total
que quiere nacer.
Tú, guerrero con espada de pluma
y yelmo de papel escrito.
Tú, Quijote, cuya Dulcinea es la fraternidad
no discriminas ricos ni
pobres: prestas tu aire
por igual al ingenuo soplo
en clase.
Tú, que sólo gimes
-cuando- los enfermos de vejez
no creen en tu promesa.
Tú, no estás sólo,
Tú, ellos y yo,
somos nosotros,
artífices de la luz.
Con huella clave indiscutible
de Dios
en nuestra sangre.
¿Qué importa la
vejez razonada del odio
que cree -todavía- en las armas?