Dime, Padre,
Cuando tu Hijo traspasado pronunció la
4ª palabra: “Dios mío, Dios mío ¿por qué
me has abandonado” en dónde Té escondiste?
¿Qué inescrutable misterio de donación
paterna Te llevó a permitir para
tu Hijo Predilecto el drama de tu
ausencia? ¿ Querrías, tal vez, enseñarnos
a rezar despojados de Ti?
¿Quisiste purificarnos y elevarnos
hasta el grito buscador de tu Presencia?
¿Es que sólo la noche más oscura
alumbra la luz de la confianza?
El desamparo de tu Hijo orante
alivió todos nuestros desamparos.
Su muerte en el abandono de la Cruz
mató todas nuestras muertes.
Hasta ahí llega el cariño de Padre:
hasta morir en tu Hijo para enseñarnos
a convertir la muerte en vida.
Nosotros, hijos tuyos también, no alcanzamos
el nivel heroico del amor de tu Predilecto;
pero fúndenos con El, para saber morir
orando, para consumar nuestra inmolación
corredentoramente.
Está claro que el amor
adquiere autenticidad máxima
cuando se asume el dolor hasta
la muerte de Cruz por la persona amada.
Tú, Padre, lo asumiste en tu Hijo
por nosotros, ¡Cuánto nos amas!
Cuando nos cerque la tribulación
y el dolor, no dejes, Padre, de
iluminarnos con el
latido doliente de tu Hijo salvándonos.
Enviádnos vuestro Espíritu Santo
con el don de la fortaleza
para fortalecernos. Transfundídnos
la esperanza y la confianza que
nuestra debilidad ignora en el
atardecer de la angustia y la tristeza.
Recuérdanos, Padre, que
también entonces eres Padre que nos
quiere más que todas las madres
del mundo.
Sumérgenos en la filiación
divina. Abríganos Contigo en el
fértil dolor de la confianza.